La sensación que hemos transitado las últimas dos semanas nos tiene puro buscando salvoconductos. Más que nada porque el Refugio se encuentra en un lugar de mala accesibilidad, no hay transporte público como para ir a pasear y ver otra gente así nomás, y porque las reglas del lugar nos deja pocas opciones para distender a nuestro estilo. Hemos atravesado un par de discusiones y malos ratos con el jefe, que aunque salimos jugando bonito, no podemos negar el desgaste energético que se siente llegando al mes y medio de esta experiencia. Agradecemos a todos los que nos han prestado la oreja 💙, la verdad es que a pesar del cansancio, estamos motivados con los respectivos proyectos, trabajando un montón e ingeniándonoslas para renovar el aire, porque sabemos que esto tiene fecha límite y no vamos a desaprovechar ni un minuto del tiempo que queda.
En esa búsqueda de peluseo, siempre vamos a conversar con los trabajadores del lugar y nos aseguramos una risa sanita.
En la foto Max y Teo con sus machetes en plena poda de bananos.
Pero esta historia se trata de Max, porque se la merece.
En general anda todo sucio y mojado, pero lo que sí, siempre con buena cara, haciendo las tareas más pesadas. Como ir con los chicos a meterse en el traje de agua cuando afuera hacen 31°, pero sin exagerar va cantando y sonriendo a sacar las algas invasoras de la laguna de agua tibia donde vive el caimán. O vaciar todos los baños secos y sacar en carretilla el pipí del estanque.
En las mañanas, siempre me dice algo lindo, me celebra el pelo casi siempre, y en las tardes conversamos sobre cómo la conservación tiene mucho de las buenas relaciones humanas. El hombre sabe mucho de permacultura, y su expertis en el tema sumado a su inmensa y casi incomprensible amabilidad, lo transforman en el corazón del Refugio.
Además, siempre llega con frutas y regalos para Juan y para mí. Y en ese afán por hacer sentir bien al hermano extranjero, nos invitó a pasar un día en su finca.
Ayer sábado, después de terminar el último turno de la semana, nos llevó en su auto hasta Lagarto, el lugar donde él vive. Llegamos a su casa, una construcción diferente a lo que se estila por aquí. Vi un par de pilares de tronco completo que casi ni se veían de lo tapada en plantas que estaba la fachada. Nos recibió Karina, su chica y Santi, su hijo de 8 años.
Todo estaba limpiecito y muy ordenado. Olía riquísimo a lo que se preparaba para el almuerzo. Salieron las cerves y nos sentamos a la mesa.
Es difícil ser detallista en esta parte de la historia, porque fue tan cotidiana y familiar, que fuera de contexto podría sonar aburrida. Pero ahí estábamos, Juan y yo en pleno almuerzo familiar de día sábado comiendo un plato típico de Costa Rica al sonido de la lluvia, en medio de un paisaje selvático, con nuestros nuevos amigos y su hijo obsesionado con las palabras chilenas que aprendía y que con empeño escribía en un papel junto a la traducción tica.
Salimos a dar una vuelta, primero a conocer a las vacas y caballos para darles miel, pasamos a mirar el río que corre justo afuera del terreno, y después partimos en auto un poco más arriba a ver los búfalos. Estos últimos eran de Alexander, pero se los regaló a Max. Apenas vieron llegar a su papá, las bestias enormes corrieron hacia él y Max los agarró de la argolla que tenían en la nariz para dirigirlos.
Habiéndole dado miel a todos los beibis, pasamos a un terreno aún más arriba, donde tenía plantaciones de árboles frutales. Siendo sincera, no recuerdo bien cómo se llamaban las frutas, pero varían entre guaba guanábana guayaba y tal. Pero lo que más me gustó fue esta flor que pilló Juan: la "Ginger shampoo"
Entre mangos, cacao, carambola, rolinia, jackfruits, chempejack, durian, y otras delicias, Max trepaba los árboles para alcanzar la fruta favorita de Kari, el marang. Sin supermercado de por medio, a costa de un par de picadas de zancudo, nada grave, recolectaba la comida con la que su familia se alimentaría por un par de semanas.
Ya de vuelta destapamos el trapiche (la máquina que tienen en el jardín para exprimir caña de azúcar.) Quitamos el saco que la protegía de la lluvia y además de descubrir al sapo más grande que he visto en mi vida (debe haber medido como 12 cms) apareció una estructura metálica que consistía en 2 rodillos contrapuestos y una palanca que les permite girar y extraer todo el líquido que guarda la caña. En general se necesita una yegua, pero a falta de ella se utilizó la fuerza de 2 hombres y 1 niño para obtener 4 litros de jugo.
Morder la fibra es de las cosas más ricas que he probado, y me consta que Juan puede decir lo mismo. Max nos contó que por su textura, los pueblos originarios masticaban caña de azúcar para lavarse los dientes. Placentera rutina debe haber sido esa.
Una vez en el balde, Kari la colaba, unos hielos y ¡a beber!
Con un tamal asado hecho en casa, cafecito y fresquito de caña, se armó naturalmente la hora del té, y de nuevo al rededor de la mesa nos pusimos a conversar sobre cómo se conocieron, sobre sus nuevos proyectos, y sobre lo que se ha significado para Max cargar con tanto peso emocional en el trabajo...ya que como en toda relación, los problemas de uno se comparten con el otro, y las dificultades que pudiesen estar ocurriendo al interior del Refugio también tocaban a Kari, y a Santi.
Ya estaba oscuro y teníamos que volver, pero antes Kari nos mostró su arte. Desde que nació Santi, se ha dedicado a acompañarlo y criarlo, pero sin dejar de lado su gusto por el arte, toda la decoración de la casa está hecha por ella. Lindísimas obras de colores vibrantes hacían de estos paisajes con relieve su más reciente orgullo.
Nos despedimos de abrazo, prometiendo vernos pronto ya que nos dejaron invitados a pasar un fin de semana completo en su casa. Nos cargaron de regalos (un pedazo de tamal asado, miles de mangos, 3 litros de fresco de caña, unas chirimoyas locas) y Max nos llevó en su auto de vuelta a la casa.
Salucita por Max, porque nos regaló una tarde llenita de amor con su familia al más puro estilo campesino tico. Salucita porque hay personas que viven una vida basada en prácticas ecológicas y conservacionistas pero abarcable, sin irse al chancho, porque esa energía la guardan para cultivar sus relaciones sociales. Salucita por los días libres, por salir y aprender otras cosas. Salucita porque ya comienza a contar patrás el tiempo y todavía queda mucho por hacer.
Oh sagrados mamones, santísima caña de azúcar, dennos la energía suficiente para continuar.